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lunes, 2 de diciembre de 2013

La vida en una canción

Deseo mostrar algunos apartes del ensayo con corte autobiográfico que realice para una clase. Disfrutenlo.

Sí, la vida cabe en una canción.
Por: Rodrigo Flórez
-Es un ejercicio- me dije.  Por supuesto comprendí  que era vértigo, una náusea cómo la que alguna vez criticó Neruda en Hemingway  (y confieso que no recuerdo bien si fue Neruda o Cortázar… a fin de cuentas pareciera un dato irrelevante ahora mismo), una semilla sembrada y lista para crecer en el fértil seno de la duda.

No es para menos, no es fácil – al menos eso creo, o quisiera creer- hablar de uno mismo sin tocar fibras importantes que se deben almacenar en el archivo etiquetado “nunca hablar de ello”. Los recuerdos parecen organizarse por rótulos que hemos ido colocando con un pegamento poderoso, quizás con el propósito de no olvidar u organizar más sencillamente aquellas maravillosas memorias que tenemos a la mano, listas para comentarlas en una fiesta familiar o para amenizar las conversaciones cuando nos encontramos flirteando abiertamente con el sexo opuesto.

Esta autobiografía es el resultado de imponerse frente al miedo, al temor de ser expuesto sin ninguna protección frente al lector desconocido quien seguramente, se verá reflejado al menos en un par de experiencias o se identificará con el mismo temor que albergo. 

¿Por qué un encabezado y un título tan pretencioso? La respuesta pareciera obvia para mí que la escribo, sin embargo para otro, pudiera ser objeto de crítica o discusión interminable, casi con aires y tonos bizantinos. Permítame señor lector explicarle la razón por la que considero que cabe “la vida en una canción”. Las canciones son historias, son relatos breves y llenos de toda clase de emociones, recuerdos que burbujean constantemente, fotografías verbales hechas a toda velocidad con el propósito de retratar con las palabras un momento -el momento exacto-, para luego mostrarlas y dibujar paisajes sonoros diversos, individuales y colectivos. Bien lo dijo alguna vez Mario Benedetti: “Cuando la vida anuncia el arte, es porque el arte ha logrado anunciar a la vida”. El maestro no era músico, pero las canciones no son canciones sin el texto y son las letras ese puente entre el auditorio inexperto o temeroso de dejar que su sensibilidad se pasee libremente entre los sonidos que articulan un discurso musical desprovisto del lenguaje común. Es claro que no se nada en mar abierto sin sentirse incómodo, una piscina en cambio nos permite recrearnos y no sentir la angustia de la supervivencia.

El maestro Rodolfo Paez (Fito Paez) es el claro ejemplo de esos tímidos retratos. Cada canción cuenta sus vivencias, la forma en la que observa el mundo y es común que haga referencias a otras canciones que ya escribió con anterioridad usándolas como un pivote, un eje del que se desprenden nuevas ramas en las que crecen millones de articulaciones. Así tenemos díscos como “Del 63” (Del 63. 1984. EMI Music) o “Margaríta” (Yo te amo. 2013 Sony Music), álbumes que tienen al menos unos 20 años de diferencia y en los que retrata su niñez, su adolescencia y sus comienzos en la música para luego obsequiar este otro panorama como padre, como un roquero cincuentón que se obstina como el mismo dice en “derribar los muros de los prejuicios” (carta para Sandra Bolatti. Marzo 16 de 2013).

Desde luego este artista no es el único que quiso retratar su vida en una canción o en un discurso sonoro. Maestros como Astor Piazzola en “Adios nonino” retrata la pérdida de su abuelo y “la fuga y misterio” dibuja su determinación de hacer del Tango una expresión sublime articulando su discurso ya no apoyado en la voz de algún mítico cantante como Goyeneche o Amelita Baltar, ahora se deja llevar por la corriente del sonido puro, el lenguaje sonoro desprovisto de palabras explícitas para plasmar allí una novela fantasma, las líneas melódicas que cuentan una historia que puede ser cualquiera.

Artistas como Ennio Morricone o el excelentísimo Aaron Copland retrataron o consideraron la posibilidad de fotografíar musicalmente (soy algo atrevido con esta expresión) la vida de personajes fantásticos cuya existencia se hacía posible a través del cine o el ballet. No menos importante es el maestro Francisco Zumaqué quien se ha empeñado en forjar su visión de patria en composiciones como “Himno a Colombia” o “Fiesta Caribe”.

Pudiera hacer referencias innumerables de este fenómeno, pero claramente me desviaría del objetivo de este escrito: Compartir los detalles más relevantes de mi vida.

Corría el año 1982, Julio César Turbay Ayala se encontraba a la cabeza de la administración política y el país apenas comenzaba a florecer en medio de una guerra consagrada entre caciques esmeralderos y nacientes líderes del narcotráfico. Bogotá, Noviembre 13 en horas de la noche, entrada apenas en los 20 y dos hijos mayores, Marisol Castillo lanzaba vituperios y bacinicas  para que le atendieran en la camilla en que le habían dejado esperando.  Todo fue un éxito y esa fecha atestiguó el nacimiento de dos pequeños retadores, hijos de Ricardo Flórez Mantilla y su esposa, gemelos idénticos que con el correr de los años se enfrentarían contra los muros del prejuicio para derribarlos ladrillo por ladrillo. Se dice que Javier fue el primero y el segundo fui yo.

Para hablar de mí, considero necesario hablar de mi hermano, pues junto a él he logrado mucho más en conjunto que por título personal. Sin esa competencia, sin esa camaradería, sin ese apoyo hubiese sido francamente imposible lograr las faenas artísticas conseguidas hasta hoy.

Mi educación primaria y secundaria la realice en el Colegio Agustiniano Norte, un colegio de corte humanista y religioso, perteneciente a la orden católica de los Agustinos Recoletos. Allí conocí a uno de mis maestros, Rafael Cely, quién me instruyó paciente y comedidamente durante unos cuatro años en técnica vocal. Solía trabajar como su voz principal en la Iglesia de San Nicolás cuyas instalaciones hacían parte del colegio. Los domingos recibía dinero por mi participación en los cantos realizados para ceremonias matrimoniales que se consumaban allí.

Desde pequeños, recibimos educación Bíblica por los Testigos de Jehová junto a nuestra madre y con el tiempo, adoptamos nuestra posición personal al respecto. Mis padres se divorciaron para el año 92, y nuestro núcleo familiar se resintió. Sin embargo, las relaciones entre familiares continuaron de forma no convencional (ahora pareciera muy convencional) y pese a los altibajos, nuestra amada madre tomando el timón de la situación, perseveró frente a las vicisitudes.

El 29 de Julio de 1996, decidí dedicar mi vida al creador públicamente, bautizándome como ministro cristiano de los Testigos de Jehová y hasta la fecha, dicha decisión la considero como la mejor que he tomado.  Mi hermano Javier, al año siguiente se dedicó y bautizó como testigo de Jehová y en la actualidad nos complace compartir no solo nuestros intereses seglares como la música, sino el temor piadoso al mismo Dios y el privilegio de pertenecer a una hermandad mundial dirigida por el espíritu santo.
Tenía 14 años y quizás influenciado por las lecturas, los comics y algunos programas de televisión, me alejé momentáneamente del interés por el canto y mis convicciones espirituales me alejaron de las iglesias. La biología apareció no solo como un hobbie, sino como una opción seria de vida. Gracias a Dios, una guitarra interrumpió y reconfiguró el deseo de salvar ballenas con Green Peace para transformarse en el deseo de salvar ballenas con canciones.

Con el tiempo y pese a la oposición pasajera de mi padre, ingresamos a las filas de la Orquesta Sinfónica Juvenil de Colombia,  lugar en el que inicié mis estudios en guitarra clásica y con el tiempo flauta traversa. En este laboratorio sonoro, mis intereses creativos se fueron nutriendo con el ejercicio diario de la música y así fueron apareciendo los gustos inesperados por la música académica y por el más grande de todos los instrumentos: la Orquesta Sinfónica.

Por supuesto era una época energética, caracterizada por los efluvios típicos de la adolescencia: los primeros amoríos, esos de corte fugaz e inocente que quieren ser consumados para siempre. Los amores de uno, de dos, los imposibles, los impensables, la leña del fuego interno creativo de cada canción compuesta. Melissa, ese amor inalcanzable y moreno; Viviana y su ballet indeciso, Alejandra y su entrega no correspondida, el cariño generoso de Diana, el de su hermana, Sandra y sus libidinosos e incorregibles caprichos de mujer madura, Paola… Nathalia, Reyes. Cada uno representaba una novela, una tormenta de emociones con tonalidades diferentes.  Todas y cada una de las vivencias que tuvieron que ver con el amor o con la vida cotidiana se fueron reflejando en una voz, un sonido particular, una búsqueda constante por el amor verdadero, el dominio de las emociones, los auditorios, los fracasos, los éxitos a medias o completos. Los reproches personales por las malas decisiones y la crítica fuerte frente a los triunfos defectuosos nutrieron cada uno de los paisajes sonoros construidos hoy.

En el año 2004, a la edad de 23 años, decido iniciar mi carrera como flautista, compositor, arreglista y director formado a pulso propio. Decidido a echar abajo todos los muros impuestos del prejuicio personal e impersonal. Me hago miembro del cuerpo docente de la Sinfónica Juvenil en el año 2009 y participo activamente en el mejoramiento de programas de iniciación orquestal. Para el año 2010, concurso en las convocatorias hechas por el ministerio de cultura y la orquesta filarmónica de Bogotá en el programa de conciertos didácticos fundando la agrupación “sincopados” y al mismo tiempo, iniciando el proyecto “Celacanto, El Gran Pez” que lidero como director musical, compositor y arreglista.

La vida en esta década esta subordinada a los caprichos de unos cuantos que parecen dejarse llevar por el testimonio consignado en un papel de corte oficial, con sellos en tinta o relieve, autenticados por un notario que solo da buena fe, incapaz de confirmar los conocimientos que allí mismo se dice tener.
El casamiento de mi madre se vuelve entonces una especie de florero de Llorente, el momento perfecto para probar de qué me encuentro hecho, para saber si toda experiencia adquirida me permitiría saborear la genuina y agridulce independencia.

 Para el año 2011, la ciudad de Barranquilla me abre sus puertas, el aroma a río, mar y jungla, el mismo que respiraron quienes se aventuraron a llevar el primer piano a mi ciudad natal navegando por un sereno y a veces traicionero magdalena, aquellos que lucharon contra el dengue o la fiebre amarilla. Su gente, su cálida respuesta, su nobleza, su sinceridad, su desconfianza ante las nuevas ideas, su compromiso con los esquemas que funcionan, el jugo de corozo, la carne guisada, los desgranados y los sándwiches de Eduardo por la 46 con 69 esquina, el museo romántico, la plaza de la aduana, el orgulloso metropolitano, el jugo de naranja que apenas se percibe entre el azúcar. Las arepas de huevo, las carimañolas y el acento imperceptible de aquellos a quienes llenos de ansiedad tratan de venderme el peaje de un retablo que atraviesa las vías anegadas en sus arroyos.

La Universidad de la costa resulta el primer escenario de este nuevo desafío de vida del que salgo victorioso para formar parte del Colegio Británico Internacional en el que hasta ahora, soy el director del conservatorio escolar, una cantera de jóvenes promesas que quieren como yo derribar sus propios muros.

La facultad de bellas artes de la universidad del atlántico convoca a la profesionalización en licenciatura en música y me inscribo en su programa con el objetivo de obtener un título (innecesario desde mi opinión) que permita conseguir una estabilidad laboral  para el momento en que decida emprender la empresa de la familia.

Durante el receso de vacaciones universitarias, de visita en mi ciudad natal, conozco a Carolina Fonseca, durante diciembre de 2011 con quien contraería matrimonio el primero de Abril de 2013.
A ella debo el tributo, la paz mental y física que me ha venido bien en estos momentos al grado de incrementar mi masa corporal unos kilos de más. Kilos que veo como libras de felicidad, plenitud y el ejemplo claro en carne propia de la armonía.

He releído varias veces este texto y encuentro tanto por decir, detalles que pasé por alto o que viene bien evitar. Tal vez no baste con todas estas líneas para recopilar mi historia de vida o entretejer la madeja intrincada de recuerdos rotulados como “decisiones”. Pero a mi favor diré que no hay canción más molesta que aquella que se explaya interminablemente bajo los mismos parámetros armónicos, rítmicos y tonales. La vida está llena de cambios serenos o intempestivos que le dan ese picante y esa sensación de haberse vivido bien o no. Así una sinfonía propone distintos movimientos serenos, ansiosos, crepitantes, épicos, sádicos, violentos, eufóricos… Es prudente concluir que este escrito es apenas parte de la interminable canción de la vida, esa que cantamos en nuestra mente y que muchas veces se queda sin cantar.

Sí, la vida cabe en una canción y mi canción aún no termina.