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martes, 17 de febrero de 2015

Sobre la indignación frente a sucesos de manifestaciones culturales

El secreto para que todo evento cultural (independientemente su denominación o motivaciones) avance radica justamente en la gestión. Gestión de quien? Del que sea pero con una intencionalidad y direccionamiento claro. Debe rodearse de personas que esten en sintonia o tener la capacidad de sintonizar a quienes ven en el evento el negocio. Y es que las cosas como son, la cultura no es un bien por el que deba esperarse un tipo de retribución diferente a la de ser culto. Pero tampoco esta mal hacer del arte y la cultura un negocio y de esto el mismo Beethoven fue precursor y beneficiario de las revoluciones que la industrialización despertó. Las orquestas sinfónicas y sus modelos de gestión cultural son un claro ejemplo de ello y son exitosos ejercicios en los que los regionalismos hipócritas se guardan en un cajón y las energías se invierten en la acción y no en la discusión reiterada del problema. La responsabilidad entonces, no es solo del sector privado sino del complejo compuesto por la administración local que gerencia los espacios publicos, el sector privado que se beneficia de la publicidad y promueve a los "artistas" de cualquier índole y  los artistas que, en acción organizada y conjunta buscan recibir no solo el estímulo propio de su ejercicio sino también el estímulo económico necesario para continuar en su trabajo práctico investigativo. Claramente, algunas ciudades ven en sus narices como los mismos de siempre hacen lo mismo de siempre sin arriesgarse al cambio, a la preparación académica y administrativa necesarias para la organización de un gremio que genere bienestar colectivo. El despertar no ha sucedido y solo se escuchan las pataletas del niño y no las acciones de adulto. Recuerde que la seleccion Colombia se arriesgo con un "Argentinito creido" y gano unidad, pertenencia y reputación. Cuando hay problemas es necesario ver los pecados propios y buscar la manera de enderezar el camino, no indignarse superficialmente y esperar, como tantas veces, que otro logre el cambio para montarse en el tren de la alegría.