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jueves, 26 de agosto de 2010

Una Prisión de Montañas.

Bogotá 5:30 am. El sol en muchos lugares comienza a colarse entre las cornisas, los edificios, el filo de las montañas y las ventas ambulantes de jugo de naranja.
El cielo adquiere tonos rojizos y amarillentos que van desapareciendo con cada minuto de luz que se cierne sobre la ciudad atrapada entre sus costras de miseria y heroísmos que son cubiertos con el manto del anonimato. La ciudad tiene un aire frío que se condensa en nuestras narices con los primeros sorbos de un café de panadería, ceniciento y rústico como el cuncho que sale de la greca. Así la ciudad se va despertando, lavandose el rostro adormecido todavia y abriendose paso al nuevo día que le exige razón de ser.
Todos usamos los Autobuses, algunos el metrobus y nos preparamos para aceptar la aventura de forma solidaria con los ladrones, los adivinos callejeros, los aromas que nos advierten que el compañero de asiento -o de intersticio... por que en algunos no existe eso que llamamos espacio- aun no se ha bañado, tiene signos de resaca o ha salido milagrosamente de un galpón.

Llegamos a la "oficina" que no es más que el recodo improvisado al que le hemos asignado el título (porque todos en nuestro país queremos una oficina. Nos da estatus y nos hace sentir más importantes). Puede ser una esquina en la que se ofrecen llamadas a todo operador, un puesto de salchichas con gaseosa a 1500, un salón de clase o una oficina de verdad.

No nos hemos dado cuenta de que estamos en una prisión que nos hace libres... Sin hervideros de mosquito, caras penosamente tristes y vagones o cabinas silenciosas y abundantes en rostros desolados.

Pero para nosotros no hay historias. Apuesto a que las nuevas generaciones no saben nada de la antigua calle del agrado, el cineclub el muro, los callejones de la macarena, los desayunos en la plaza del 7 de agosto -ahora no sabrán que es una plaza-, los dialogos pauperrimos de algunos narradores en usaquén... Hasta yo mismo he olvidado.

Algunos prefieren New York con sus rascacielos que entorpecen la vista y sus avisos de neón que producen náusea. Otros Buenos Aires con sus hermosas construcciones coloniales, esquinas llenas de mate, fernet, vino tinto, alfajores y media lunas, rubias despampanantes y avenidas infestadas de teatros.
Pero ¿Quién prefiere esta prisión de montañas?

¿Esta prisión donde el aire -aunque desmejorado- aún continua delgado y respirable?
¿Esta prisión que nos rodea de verde y nos permite soñar adentrarnos en los cerros y perdernos entre su humedad y su calor?

Necesitamos historias que nos llenen la boca de nombres y experiencias, no números que se repiten como un mantra obligatorio.

Bogotá nos necesita un poco más.

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